Camino al aeropuerto a las 5 de la mañana. Se veía más joven en la foto que colgaba del permiso en la ventana del taxi . “Un señor alto, moreno y muy sonriente”, había dicho N. para ayudarme a reconocerlo, cuando nos llegó a recoger al aeropuerto hace 10 días. Y en efecto, tenía una sonrisa limpia, generosa. Y una quijada perfecta, masculina, de piedra. Duro y suave.
María y yo íbamos calladas – ella más dormida que despierta, en el asiento de atrás. El sol se asomaba levemente por detrás del espectáculo de ruina y gloria de Río de Janeiro. Omnipresentes carteles rosados se asomaban a la autopista anunciando Elsève, un producto para dar brillo a los cabellos. Detrás, altos rascacielos deslustrados, intercalados con frágiles estructuras de ladrillos delgados, naranja y gris en los bordes descascarados.
Pasamos un puente. El sol se comenzaba a reflejar en el agua.
—Se parece a Florida, ¿verdad?
—¿Qué? No te oigo.
—Vas dormida, ¿verdad?
—Sí.
Después de un café con leche, despedí a mi hermana en el aeropuerto. Al salir, un señor blanco y regordete me preguntó si necesitaba un taxi. Los taxis amarillos se aglutinaban como hormigas. Yo ya buscaba a alguien, una sonrisa inconfundible detrás de los reflejos.
De regreso, me dio por platicar en mi penoso portuñol. Nos entendimos. Entre otras cosas le conté que iba a extrañar a mi hermana y – no sé por qué – que acababa de terminar una relación de un año.
—Vôce va ficar sozinha no Brasil?
Le tuve que preguntar dos veces hasta que entendí. Solita. No, le dije, y le hice el cuento de que tenía amigos en el Brasil y demás.
Esa pregunta me dejó callada. Bajando de la autopista, un graffitti hurgó súbitamente en mi conciencia: O que vôce faria si não tuvisse miedo? (Seguramente lo escribí mal: ¿Qué haría usted si no tuviera miedo?) No pude contestarme.
Llegando a la casa me preguntó si tenía algún compromiso esa noche. Me propuso caminar en la playa a las 8. Asentí.
Fue una cita agradable y casual: tres Skols en un puestecito en Copacabana, al lado de la playa. Me contó de sus hijos, de su separación (por las buenas) dos años atrás, de lo rico que se comía en las favelas, del nordeste de Brazil – que me dijo no me podía perder.
Vivía en el mismo edificio que yo, en el quinto piso. En el elevador le comenté que iba a dormir como bebé después de esas cervezas. Ascendiendo, me invitó a subir a su apartamento a escuchar música. Pensé en lo bien que podría sentirse, tener con quién ir al festival nordestino (al cual era peligroso ir sozinha), descansar en un sofá y escuchar música nueva, acariciar la espalda de aquél hombre tan hermoso, dormir acompañada.
Le agradecí tímidamente y me bajé, apresurada, en mi piso.
María y yo íbamos calladas – ella más dormida que despierta, en el asiento de atrás. El sol se asomaba levemente por detrás del espectáculo de ruina y gloria de Río de Janeiro. Omnipresentes carteles rosados se asomaban a la autopista anunciando Elsève, un producto para dar brillo a los cabellos. Detrás, altos rascacielos deslustrados, intercalados con frágiles estructuras de ladrillos delgados, naranja y gris en los bordes descascarados.
Pasamos un puente. El sol se comenzaba a reflejar en el agua.
—Se parece a Florida, ¿verdad?
—¿Qué? No te oigo.
—Vas dormida, ¿verdad?
—Sí.
Después de un café con leche, despedí a mi hermana en el aeropuerto. Al salir, un señor blanco y regordete me preguntó si necesitaba un taxi. Los taxis amarillos se aglutinaban como hormigas. Yo ya buscaba a alguien, una sonrisa inconfundible detrás de los reflejos.
De regreso, me dio por platicar en mi penoso portuñol. Nos entendimos. Entre otras cosas le conté que iba a extrañar a mi hermana y – no sé por qué – que acababa de terminar una relación de un año.
—Vôce va ficar sozinha no Brasil?
Le tuve que preguntar dos veces hasta que entendí. Solita. No, le dije, y le hice el cuento de que tenía amigos en el Brasil y demás.
Esa pregunta me dejó callada. Bajando de la autopista, un graffitti hurgó súbitamente en mi conciencia: O que vôce faria si não tuvisse miedo? (Seguramente lo escribí mal: ¿Qué haría usted si no tuviera miedo?) No pude contestarme.
Llegando a la casa me preguntó si tenía algún compromiso esa noche. Me propuso caminar en la playa a las 8. Asentí.
Fue una cita agradable y casual: tres Skols en un puestecito en Copacabana, al lado de la playa. Me contó de sus hijos, de su separación (por las buenas) dos años atrás, de lo rico que se comía en las favelas, del nordeste de Brazil – que me dijo no me podía perder.
Vivía en el mismo edificio que yo, en el quinto piso. En el elevador le comenté que iba a dormir como bebé después de esas cervezas. Ascendiendo, me invitó a subir a su apartamento a escuchar música. Pensé en lo bien que podría sentirse, tener con quién ir al festival nordestino (al cual era peligroso ir sozinha), descansar en un sofá y escuchar música nueva, acariciar la espalda de aquél hombre tan hermoso, dormir acompañada.
Le agradecí tímidamente y me bajé, apresurada, en mi piso.
No comments:
Post a Comment