Hoy hice lo que tenía meses de no hacer. Dormí hasta el mediodía.
Inesperado, porque ayer me tocó mudar de apartamento y está difícil dormir en una casa extraña: olor a moho en las gavetas, colchón esponjoso pero sin almohadas, vigas y paredes que se acomodan en la noche, ruidos de vecinos que se despiertan a mear, palabras extraviadas de una conversación que ocurre en una tele ajena, ventilador de techo que cruje amenazante. Ecos.
Medio dormida, me levanté a asegurar todo. De todos modos, cuando mis manos dieron con una llave antigua en la rendija de la puerta del cuarto (parecía la llave maestra de una mansión embrujada), la cerré. Y descansé.
En la tarde me disponía a leer en la playa, pero no llegué lejos. Por primera vez desde que llegué a Río, hace un día invernal. Gris, ventoso.
Me devolví con la tanga y el ombligo tristes y decidí pasar por el súper, consolarme con comida casera. Volvía a la casa con varias bolsas plásticas repletas, cuando me acordé del nombre cariñoso que usó mi hermana hace unos días, “mi gitanita.”
Desde ese día me vengo preguntando, ¿cómo es que terminé viviendo la vida de Marcela? La vida que las dos soñábamos a los catorce. Ella soñaba con viajar y yo soñé su sueño porque sí. Porque su imaginación era preciosa.
No sabía adónde íbamos ni por qué. Sólo que partir era importante. Vital. A los dieciocho rompimos con nuestras madres y nos fuimos a estudiar juntas. Desde entonces nuestras vidas se separan, se entrelazan, se bifurcan, se vuelven a encontrar donde quiera que estemos. ¿Qué sería de mí sin mi gitanita original? Cuánto la extraño.
Me provoca decir, “yo no escogí esta vida,” como que asumirla sería un pecado. Pero no logro formular la frase ni en mi mente. Me suena hueca.
Rumiando, bolso playero al hombro y bolsas plásticas en cada mano, llegué a la casa y de pronto entendí. Que más allá de los reproches imaginarios o reales de quienes no se atreven, más allá de que mi libertad la facilita mi madre que me adora (y del temor de lo que seré algún día sin ella), más allá de que el abandono talvez me lo fabrico yo – porque los hombres no me dejan mientras que yo inconforme, sí – más allá del hecho de que talvez estoy equivocada en todo y pueda morir infeliz un día.
Más allá de todo eso, en un instante comprendí que esta vida la vivo con toda la confianza de quien tiene una rutina infalible. Para bien o para mal. Eso me reconfortó, me hizo mucha gracia. Pensé en una receta, a continuación.
En la tarde me disponía a leer en la playa, pero no llegué lejos. Por primera vez desde que llegué a Río, hace un día invernal. Gris, ventoso.
Me devolví con la tanga y el ombligo tristes y decidí pasar por el súper, consolarme con comida casera. Volvía a la casa con varias bolsas plásticas repletas, cuando me acordé del nombre cariñoso que usó mi hermana hace unos días, “mi gitanita.”
Desde ese día me vengo preguntando, ¿cómo es que terminé viviendo la vida de Marcela? La vida que las dos soñábamos a los catorce. Ella soñaba con viajar y yo soñé su sueño porque sí. Porque su imaginación era preciosa.
No sabía adónde íbamos ni por qué. Sólo que partir era importante. Vital. A los dieciocho rompimos con nuestras madres y nos fuimos a estudiar juntas. Desde entonces nuestras vidas se separan, se entrelazan, se bifurcan, se vuelven a encontrar donde quiera que estemos. ¿Qué sería de mí sin mi gitanita original? Cuánto la extraño.
Me provoca decir, “yo no escogí esta vida,” como que asumirla sería un pecado. Pero no logro formular la frase ni en mi mente. Me suena hueca.
Rumiando, bolso playero al hombro y bolsas plásticas en cada mano, llegué a la casa y de pronto entendí. Que más allá de los reproches imaginarios o reales de quienes no se atreven, más allá de que mi libertad la facilita mi madre que me adora (y del temor de lo que seré algún día sin ella), más allá de que el abandono talvez me lo fabrico yo – porque los hombres no me dejan mientras que yo inconforme, sí – más allá del hecho de que talvez estoy equivocada en todo y pueda morir infeliz un día.
Más allá de todo eso, en un instante comprendí que esta vida la vivo con toda la confianza de quien tiene una rutina infalible. Para bien o para mal. Eso me reconfortó, me hizo mucha gracia. Pensé en una receta, a continuación.
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