Después de llegar a su destino, tire las maletas y sáquese la ropa. Recorra la casa de cabo a rabo desnuda, o en su camisón más rico.
Arregle y perfume la cama para que de noche, por más extraña que esa habitación sea, usted pueda soñar con los angelitos.
Abra ventanas, prenda ventiladores, destierre el moho y el polvo. ¿Tiene una velita? Préndala.
Haga del baño su santuario personal, el lugar donde mimará y adornará su cuerpo antes de que intervengan las miradas y la opinión de los demás.
Colme la cocina, corazón de la casa, con lo que le gusta comer, no importa si es pan integral, barras de chocolate o ambas cosas.
Desparrame libros por todos lados.
Sueñe con agasajar a sus seres queridos en el espacio que está, por el momento, vacío.
Escriba. Goce de la exquisita soledad que la acompaña.
Dedíquese a pulir su alma
y todos los días
regálesela al mundo como la única joya que posee.
(Siga su camino.)
7.31.2006
7.29.2006
mudanças = cambios
Hoy hice lo que tenía meses de no hacer. Dormí hasta el mediodía.
Inesperado, porque ayer me tocó mudar de apartamento y está difícil dormir en una casa extraña: olor a moho en las gavetas, colchón esponjoso pero sin almohadas, vigas y paredes que se acomodan en la noche, ruidos de vecinos que se despiertan a mear, palabras extraviadas de una conversación que ocurre en una tele ajena, ventilador de techo que cruje amenazante. Ecos.
Medio dormida, me levanté a asegurar todo. De todos modos, cuando mis manos dieron con una llave antigua en la rendija de la puerta del cuarto (parecía la llave maestra de una mansión embrujada), la cerré. Y descansé.
En la tarde me disponía a leer en la playa, pero no llegué lejos. Por primera vez desde que llegué a Río, hace un día invernal. Gris, ventoso.
Me devolví con la tanga y el ombligo tristes y decidí pasar por el súper, consolarme con comida casera. Volvía a la casa con varias bolsas plásticas repletas, cuando me acordé del nombre cariñoso que usó mi hermana hace unos días, “mi gitanita.”
Desde ese día me vengo preguntando, ¿cómo es que terminé viviendo la vida de Marcela? La vida que las dos soñábamos a los catorce. Ella soñaba con viajar y yo soñé su sueño porque sí. Porque su imaginación era preciosa.
No sabía adónde íbamos ni por qué. Sólo que partir era importante. Vital. A los dieciocho rompimos con nuestras madres y nos fuimos a estudiar juntas. Desde entonces nuestras vidas se separan, se entrelazan, se bifurcan, se vuelven a encontrar donde quiera que estemos. ¿Qué sería de mí sin mi gitanita original? Cuánto la extraño.
Me provoca decir, “yo no escogí esta vida,” como que asumirla sería un pecado. Pero no logro formular la frase ni en mi mente. Me suena hueca.
Rumiando, bolso playero al hombro y bolsas plásticas en cada mano, llegué a la casa y de pronto entendí. Que más allá de los reproches imaginarios o reales de quienes no se atreven, más allá de que mi libertad la facilita mi madre que me adora (y del temor de lo que seré algún día sin ella), más allá de que el abandono talvez me lo fabrico yo – porque los hombres no me dejan mientras que yo inconforme, sí – más allá del hecho de que talvez estoy equivocada en todo y pueda morir infeliz un día.
Más allá de todo eso, en un instante comprendí que esta vida la vivo con toda la confianza de quien tiene una rutina infalible. Para bien o para mal. Eso me reconfortó, me hizo mucha gracia. Pensé en una receta, a continuación.
En la tarde me disponía a leer en la playa, pero no llegué lejos. Por primera vez desde que llegué a Río, hace un día invernal. Gris, ventoso.
Me devolví con la tanga y el ombligo tristes y decidí pasar por el súper, consolarme con comida casera. Volvía a la casa con varias bolsas plásticas repletas, cuando me acordé del nombre cariñoso que usó mi hermana hace unos días, “mi gitanita.”
Desde ese día me vengo preguntando, ¿cómo es que terminé viviendo la vida de Marcela? La vida que las dos soñábamos a los catorce. Ella soñaba con viajar y yo soñé su sueño porque sí. Porque su imaginación era preciosa.
No sabía adónde íbamos ni por qué. Sólo que partir era importante. Vital. A los dieciocho rompimos con nuestras madres y nos fuimos a estudiar juntas. Desde entonces nuestras vidas se separan, se entrelazan, se bifurcan, se vuelven a encontrar donde quiera que estemos. ¿Qué sería de mí sin mi gitanita original? Cuánto la extraño.
Me provoca decir, “yo no escogí esta vida,” como que asumirla sería un pecado. Pero no logro formular la frase ni en mi mente. Me suena hueca.
Rumiando, bolso playero al hombro y bolsas plásticas en cada mano, llegué a la casa y de pronto entendí. Que más allá de los reproches imaginarios o reales de quienes no se atreven, más allá de que mi libertad la facilita mi madre que me adora (y del temor de lo que seré algún día sin ella), más allá de que el abandono talvez me lo fabrico yo – porque los hombres no me dejan mientras que yo inconforme, sí – más allá del hecho de que talvez estoy equivocada en todo y pueda morir infeliz un día.
Más allá de todo eso, en un instante comprendí que esta vida la vivo con toda la confianza de quien tiene una rutina infalible. Para bien o para mal. Eso me reconfortó, me hizo mucha gracia. Pensé en una receta, a continuación.
7.27.2006
7.24.2006
post data
Después de una mala noche - otra noche sola - me desperté esta mañana con mucho que decirle al Difunto. Me puse a escribir una carta larga, queriendo enmendar cabos. Una hora más tarde, la releía y me preguntaba, ¿para qué?
Pensé la cosa un rato y llegué a la conclusión de que buscaba cómo empezar un drama que me distrajera del trabajo que tengo que escribir esta semana sin falta. Después de eso, quedé muy malhumorada.
No envié la carta. Me fui a resolver unos asuntos a la calle y después me largué a la playa.
Subir al bus. Alquilar una silla. Quitarme la ropa. Ponerme el sombrero. Embadurnarme de bronceador. Marcar una cita. Pensar en ella. Pierre Bourdeau. Cachorro quente (hot dog). Marcel Mauss. Helado Itália (de coco). Anotar en mi inventario de frases recogidas de diálogos ajenos. Como la chilenita de tres años que muy juiciosita preguntaba: “¿Y qué pensaste, mamá? ¿Nos bañamos o no?” Bella.
Anoche aprendí que en Brasil, a los intelectuales (léase nerdos) les dicen cariñosamente CDFs. Sí, culo de ferro, por estar siempre sentados.
¿Quién dijo CDF? Yo, no.
Horas más tarde alcé los ojos del artículo para encontrarme con toda la playa teñida de miel. El sol caía, empezaba a hacer frío. Y sí, me dolía el trasero.
Me levanté da cadeira (la silla) a estirar las piernas. Recordé una de las frases más memorables del Difunto: “Espero que broncearte el trasero en Brasil te valga perder nuestra relación.”
Después de un día entero sin discusión, sin problema, con sólo mi humor de qué preocuparme – y mi apetito – con las olas a un costado y mi vida por delante, pensé: Sí que valió la pena. La perdería mil veces por estar aquí.
Y ya que estoy en onda Lola, pensé... qué buena post data para esa carta no enviada.
Pensé la cosa un rato y llegué a la conclusión de que buscaba cómo empezar un drama que me distrajera del trabajo que tengo que escribir esta semana sin falta. Después de eso, quedé muy malhumorada.
No envié la carta. Me fui a resolver unos asuntos a la calle y después me largué a la playa.
Subir al bus. Alquilar una silla. Quitarme la ropa. Ponerme el sombrero. Embadurnarme de bronceador. Marcar una cita. Pensar en ella. Pierre Bourdeau. Cachorro quente (hot dog). Marcel Mauss. Helado Itália (de coco). Anotar en mi inventario de frases recogidas de diálogos ajenos. Como la chilenita de tres años que muy juiciosita preguntaba: “¿Y qué pensaste, mamá? ¿Nos bañamos o no?” Bella.
Anoche aprendí que en Brasil, a los intelectuales (léase nerdos) les dicen cariñosamente CDFs. Sí, culo de ferro, por estar siempre sentados.
¿Quién dijo CDF? Yo, no.
Horas más tarde alcé los ojos del artículo para encontrarme con toda la playa teñida de miel. El sol caía, empezaba a hacer frío. Y sí, me dolía el trasero.
Me levanté da cadeira (la silla) a estirar las piernas. Recordé una de las frases más memorables del Difunto: “Espero que broncearte el trasero en Brasil te valga perder nuestra relación.”
Después de un día entero sin discusión, sin problema, con sólo mi humor de qué preocuparme – y mi apetito – con las olas a un costado y mi vida por delante, pensé: Sí que valió la pena. La perdería mil veces por estar aquí.
Y ya que estoy en onda Lola, pensé... qué buena post data para esa carta no enviada.
7.21.2006
postiza
En realidad era simpatico, y se esmeró: no hallaba qué más hacer ni qué decir para agradar.
Cuando me dijo: “Estam bacanes os seus cabelos”, casi le digo, pero un diablito se sentó en mi hombro y me dijo, No, ¿para qué? Disfrutá el cumplido.
Sí, era simpático: el problema es que debía ser el hombre menos atractivo de todo el Brasil. Y ya cuando me dijo “Eu adoro os seus cabelos”, casi me cago de la risa. ¡Y me lo dijo un montón de veces! No puede ser, pensaba yo. Es que aunque me gustara, ya no podría hacer nada con este man, con esa fijación que tiene con mi pelo. Te imaginás, a la hora de la hora...
De esa cómica y desatinada noche, el pobre prójimo sólo sacó que yo le dejara rozarme la mejilla con la nariz por un segundo y yo... saqué una lección importantísima (note to self): Cuando salgas con un man que de veras te interesa, ¡no te pongás la cola postiza!
Cuando me dijo: “Estam bacanes os seus cabelos”, casi le digo, pero un diablito se sentó en mi hombro y me dijo, No, ¿para qué? Disfrutá el cumplido.
Sí, era simpático: el problema es que debía ser el hombre menos atractivo de todo el Brasil. Y ya cuando me dijo “Eu adoro os seus cabelos”, casi me cago de la risa. ¡Y me lo dijo un montón de veces! No puede ser, pensaba yo. Es que aunque me gustara, ya no podría hacer nada con este man, con esa fijación que tiene con mi pelo. Te imaginás, a la hora de la hora...
De esa cómica y desatinada noche, el pobre prójimo sólo sacó que yo le dejara rozarme la mejilla con la nariz por un segundo y yo... saqué una lección importantísima (note to self): Cuando salgas con un man que de veras te interesa, ¡no te pongás la cola postiza!
7.18.2006
sozinha
Camino al aeropuerto a las 5 de la mañana. Se veía más joven en la foto que colgaba del permiso en la ventana del taxi . “Un señor alto, moreno y muy sonriente”, había dicho N. para ayudarme a reconocerlo, cuando nos llegó a recoger al aeropuerto hace 10 días. Y en efecto, tenía una sonrisa limpia, generosa. Y una quijada perfecta, masculina, de piedra. Duro y suave.
María y yo íbamos calladas – ella más dormida que despierta, en el asiento de atrás. El sol se asomaba levemente por detrás del espectáculo de ruina y gloria de Río de Janeiro. Omnipresentes carteles rosados se asomaban a la autopista anunciando Elsève, un producto para dar brillo a los cabellos. Detrás, altos rascacielos deslustrados, intercalados con frágiles estructuras de ladrillos delgados, naranja y gris en los bordes descascarados.
Pasamos un puente. El sol se comenzaba a reflejar en el agua.
—Se parece a Florida, ¿verdad?
—¿Qué? No te oigo.
—Vas dormida, ¿verdad?
—Sí.
Después de un café con leche, despedí a mi hermana en el aeropuerto. Al salir, un señor blanco y regordete me preguntó si necesitaba un taxi. Los taxis amarillos se aglutinaban como hormigas. Yo ya buscaba a alguien, una sonrisa inconfundible detrás de los reflejos.
De regreso, me dio por platicar en mi penoso portuñol. Nos entendimos. Entre otras cosas le conté que iba a extrañar a mi hermana y – no sé por qué – que acababa de terminar una relación de un año.
—Vôce va ficar sozinha no Brasil?
Le tuve que preguntar dos veces hasta que entendí. Solita. No, le dije, y le hice el cuento de que tenía amigos en el Brasil y demás.
Esa pregunta me dejó callada. Bajando de la autopista, un graffitti hurgó súbitamente en mi conciencia: O que vôce faria si não tuvisse miedo? (Seguramente lo escribí mal: ¿Qué haría usted si no tuviera miedo?) No pude contestarme.
Llegando a la casa me preguntó si tenía algún compromiso esa noche. Me propuso caminar en la playa a las 8. Asentí.
Fue una cita agradable y casual: tres Skols en un puestecito en Copacabana, al lado de la playa. Me contó de sus hijos, de su separación (por las buenas) dos años atrás, de lo rico que se comía en las favelas, del nordeste de Brazil – que me dijo no me podía perder.
Vivía en el mismo edificio que yo, en el quinto piso. En el elevador le comenté que iba a dormir como bebé después de esas cervezas. Ascendiendo, me invitó a subir a su apartamento a escuchar música. Pensé en lo bien que podría sentirse, tener con quién ir al festival nordestino (al cual era peligroso ir sozinha), descansar en un sofá y escuchar música nueva, acariciar la espalda de aquél hombre tan hermoso, dormir acompañada.
Le agradecí tímidamente y me bajé, apresurada, en mi piso.
María y yo íbamos calladas – ella más dormida que despierta, en el asiento de atrás. El sol se asomaba levemente por detrás del espectáculo de ruina y gloria de Río de Janeiro. Omnipresentes carteles rosados se asomaban a la autopista anunciando Elsève, un producto para dar brillo a los cabellos. Detrás, altos rascacielos deslustrados, intercalados con frágiles estructuras de ladrillos delgados, naranja y gris en los bordes descascarados.
Pasamos un puente. El sol se comenzaba a reflejar en el agua.
—Se parece a Florida, ¿verdad?
—¿Qué? No te oigo.
—Vas dormida, ¿verdad?
—Sí.
Después de un café con leche, despedí a mi hermana en el aeropuerto. Al salir, un señor blanco y regordete me preguntó si necesitaba un taxi. Los taxis amarillos se aglutinaban como hormigas. Yo ya buscaba a alguien, una sonrisa inconfundible detrás de los reflejos.
De regreso, me dio por platicar en mi penoso portuñol. Nos entendimos. Entre otras cosas le conté que iba a extrañar a mi hermana y – no sé por qué – que acababa de terminar una relación de un año.
—Vôce va ficar sozinha no Brasil?
Le tuve que preguntar dos veces hasta que entendí. Solita. No, le dije, y le hice el cuento de que tenía amigos en el Brasil y demás.
Esa pregunta me dejó callada. Bajando de la autopista, un graffitti hurgó súbitamente en mi conciencia: O que vôce faria si não tuvisse miedo? (Seguramente lo escribí mal: ¿Qué haría usted si no tuviera miedo?) No pude contestarme.
Llegando a la casa me preguntó si tenía algún compromiso esa noche. Me propuso caminar en la playa a las 8. Asentí.
Fue una cita agradable y casual: tres Skols en un puestecito en Copacabana, al lado de la playa. Me contó de sus hijos, de su separación (por las buenas) dos años atrás, de lo rico que se comía en las favelas, del nordeste de Brazil – que me dijo no me podía perder.
Vivía en el mismo edificio que yo, en el quinto piso. En el elevador le comenté que iba a dormir como bebé después de esas cervezas. Ascendiendo, me invitó a subir a su apartamento a escuchar música. Pensé en lo bien que podría sentirse, tener con quién ir al festival nordestino (al cual era peligroso ir sozinha), descansar en un sofá y escuchar música nueva, acariciar la espalda de aquél hombre tan hermoso, dormir acompañada.
Le agradecí tímidamente y me bajé, apresurada, en mi piso.
7.13.2006
7.10.2006
en el pais de la bunda...
...las tetas mandan.
Así es, y lo descubrimos de la siguiente manera. En cuanto llegamos, nos fuimos a pasear por la playa con nuestros característicos looks de divas – y aquí hablo más por María, que no sale de la casa sin ponerse mousse en todos y cada uno de sus colochos, separados individualmente. (Yo creo que hasta las pestañas se separa individualmente). Andábamos nuestros trajes de baño re-sexy (otra vez María se apunta el cien, con uno fenomenal de Victoria’s Secret), los lentes oscuros de estrella de cine, el brillo de labios, en fin, todo el glamour que nos caracteriza.
Al rato, como anunciando un ¡corte! en el rodaje de nuestro Hollywood blockbuster personal, paran las cámaras y dice María: “¿Te fijaste que casi ni nos paran bola?”
Uy, qué mala onda.
Dos días después salimos a pasear al centro de la ciudad. María andaba puesto un vestido playero ligerito, tipo cómodo (en sus palabras, “This dress is so comfy! Jezuzzzzz, I can’t believe how comfy it is!”).
¡Amigos! No hubo lugar donde pasáramos donde la negra no causara sensación, y es que el vestidito estaba cómodo no sólo para ella sino para los mirones de todas las edades, que no dejaban de telescopear el escote que a decir verdad estaba bastante llamativo.
Y entons, como dijo la Marie, “¿Qué onda? Es el mismo cuerpo que he andado paseando por la playa, pero cualquiera diría que nunca han visto tetas.” (Casi me acomplejan a la chavala, ya le dije que no se preocupe, que las tiene de tamaño normal.)
Y es que – queridos lectores – aparte de que en las playas de Río de Janeiro hablamos de six-packs para arriba en las mujeres y (¡a Dios gracias!) en los hombres, las tangas las andan puestas hasta las niñas pre-adolescentes. Y a mí, que en los Estados Unidos me repugna ver a niñas con trajes de baño de dos piezas, aquí me parece hasta gracioso. Como que mostrar nalguita es bien natural: en este clima no es tema de morbo, es una estética bien sana del cuerpo.
Y así, pelando el ojo, nos fijamos que en los kioskos de periódicos y revistas que están en cada esquina, las fotos anunciando la edición actual de Playboy o qué se yo que otra cochinadita de gusto masculino, salen unas descalzonadas – de perfil o medio perfil para acentuar las voluminosas bundas y mi creciente envidia – y con el busto tapado. Así es, modelos bien bronceadas, con la nalga pelada ... y con sostén. ¡Válgame Dios!
Lo tabú es lo que impresiona. Es chistoso, la verdad, pero ¿qué tiene que ver el barómetro del gusto masculino con la moda? Absolutamente nada, lo tenemos comprobado: se mide por un instrumento que nada tiene que ver con el órgano del gusto ... aunque mucho nos guste.
Y mejor lo dejamos ahí, señoras y señores.
7.07.2006
llegar a rio
La palabra Varig, ¿verdad que suena a vara, y verdad que suena a ver— (mejor no digo)? Bendita aerolínea, se declara en bancarrota la misma semana que mi hermana y yo viajamos. Pfff. Y nosotras ni cuenta nos dábamos.
Claro que después, ni cómo olvidarlo. Llegar a Río fue toda una odisea. El vuelo salía de Miami a las 10 a.m., así que llegamos al aeropuerto a las 7:30 a.m. ... para enterarnos de que no había servicio en el escritorio de Varig. El vuelo estaba cancelado, pero la aerolínea no se molestó en avisarnos (ni nosotros en confirmarlo).
Este fue el primer tropezón en un viaje que nos llevó 26 horas en total. Detalles:
1) Tuvimos que pasar todo el día jueves en el aeropuerto de Miami, porque el próximo vuelo salía a las 8 de la noche (en realidad salió a las 8:40 de la noche). O sea, pasamos 13 horas en el aeropuerto de Miami.
2) Cuando (por fin) íbamos a hacer el check-in en el escritorio de Varig, no encontraban mi reservación. Resulta que mi boleto tenía un número de United Airlines, que es afiliado de Varig pero no es Varig. Casi media hora para dar con mi reservación y emitir mi boarding pass.
3) Llegamos a São Paolo como a las 5 de la mañana. Se me olvidó la tarjeta de entrada/salida en el avión, pero por dicha me dieron otra en la casetilla de inmigración.
4) Para subirnos al vuelo de conexión entre São Paolo y Rio, nos tocó dar toda la vuelta por el aeropuerto – pasar por inmigración y volver a hacer un check-in. No sabíamos bien en qué filas ir, pero encontramos la que era y nos dieron un boarding pass.
Lo único que me gustó de esta larga espera (los trabajadores del aeropuerto no tenían prisa para naaada) es que en São Paolo, en vez de las pantallas de televisión que tienen en los EU con la información de los vuelos que entran y salen, tienen una de estas pantallas tipo persianas (quisiera saber el nombre!) que cuando cambia la información, se dan vuelta al otro lado. Los paneles eran negros con letras blancas y rojas.
En algún momento cambió toda la lista y el sonar de los panelitos dando vuelta fue muy suave y reconfortante, como de aplausos, o de naipes gigantes de madera que se barajaban. Me encantan esas cosas mecánicas en nuestro mundo de alta tecnología. Me transporté a una estación de ferrocarril del siglo diecinueve, yo en Inglaterra con mi sombrero, guantes negros, zapatos cerrados de tacón grueso y una maleta estilo cajón, y los relojes en toda la estación sincronizando mi vida con la de todos los demás, una verdadera novedad, el viaje toda una aventura.
5) Bueno, nos dieron los boarding passes y salimos tiradas a pasar por el sistema de seguridad y abordar el siguiente vuelo, cuando nos detuvo un oficial. Resulta que nos faltaba un sello en el boarding pass mostrando que ya habíamos pagado impuestos. Buro-fuckin-cracia.
6) Seguimos a un gringote que tenía el mismo problema. El suertudo pudo cortar la gran fila para que le dieran el sello. Nosotras tratamos (faltaban 10 minutos para que saliera el vuelo a Rio), pero el idiota del escritorio no nos permitió cortar la fila y de paso, todos los que estaban haciéndola reclamaron. Tuve un momento ugly American – o sea, un momento en el que padecí la alucinación de el mundo es mi club privado y que si las cosas no van de la forma esperada (eficiente, rápida, cómoda), es problema de los que deben atenderme. Muy gringa yo, me enojé en inglés: “This is fucking stupid.” Al instante me ubiqué. Mi hermana, más tranquila, se alegró de poder ir al baño antes de abordar el siguiente vuelo.
7) Milagrosamente, pasamos por seguridad rápidamente y volamos para el portón indicado. No encontramos un alma y por los cristales vimos la pista ... vacía. Una trabajadora de Varig se acercó, vio nuestros documentos y llamó por su walkie talkie. Yo pensé que estaban parando el vuelo – ahora sí, dije yo, esto es de película – pero fue para que nos dejaran pasar al próximo vuelo.
8) Llegamos, por fin, a Rio de Janeiro. En el aeropuerto compramos una tarjeta de llamadas (cartão) por $50, que supuestamente nos iba a permitir hacer un par de horas de llamadas locales e internacionales. El bendito cartão nos sirvió una vez solamente: para llamar al taxista que nos llevó.
Dos noches después – cuando quisimos usar el cartão de nuevo y una grabación en portugués nos decía que los fondos estaban agotados – María y yo llegamos a la conclusión de que en la oficina que nos vendió el cartão, apuntaron el código al “explicarnos” como usarlo. Una estafa elemental, mi querido Watson, no muy high-tech que digamos.
Y ahí murió mi decimonónico sueño de la aventura en la estación de tren inglesa: estábamos en Rio de Janeiro, Brasil, un viernes 7 de julio a las 9:30 de la mañana.
Claro que después, ni cómo olvidarlo. Llegar a Río fue toda una odisea. El vuelo salía de Miami a las 10 a.m., así que llegamos al aeropuerto a las 7:30 a.m. ... para enterarnos de que no había servicio en el escritorio de Varig. El vuelo estaba cancelado, pero la aerolínea no se molestó en avisarnos (ni nosotros en confirmarlo).
Este fue el primer tropezón en un viaje que nos llevó 26 horas en total. Detalles:
1) Tuvimos que pasar todo el día jueves en el aeropuerto de Miami, porque el próximo vuelo salía a las 8 de la noche (en realidad salió a las 8:40 de la noche). O sea, pasamos 13 horas en el aeropuerto de Miami.
2) Cuando (por fin) íbamos a hacer el check-in en el escritorio de Varig, no encontraban mi reservación. Resulta que mi boleto tenía un número de United Airlines, que es afiliado de Varig pero no es Varig. Casi media hora para dar con mi reservación y emitir mi boarding pass.
3) Llegamos a São Paolo como a las 5 de la mañana. Se me olvidó la tarjeta de entrada/salida en el avión, pero por dicha me dieron otra en la casetilla de inmigración.
4) Para subirnos al vuelo de conexión entre São Paolo y Rio, nos tocó dar toda la vuelta por el aeropuerto – pasar por inmigración y volver a hacer un check-in. No sabíamos bien en qué filas ir, pero encontramos la que era y nos dieron un boarding pass.
Lo único que me gustó de esta larga espera (los trabajadores del aeropuerto no tenían prisa para naaada) es que en São Paolo, en vez de las pantallas de televisión que tienen en los EU con la información de los vuelos que entran y salen, tienen una de estas pantallas tipo persianas (quisiera saber el nombre!) que cuando cambia la información, se dan vuelta al otro lado. Los paneles eran negros con letras blancas y rojas.
En algún momento cambió toda la lista y el sonar de los panelitos dando vuelta fue muy suave y reconfortante, como de aplausos, o de naipes gigantes de madera que se barajaban. Me encantan esas cosas mecánicas en nuestro mundo de alta tecnología. Me transporté a una estación de ferrocarril del siglo diecinueve, yo en Inglaterra con mi sombrero, guantes negros, zapatos cerrados de tacón grueso y una maleta estilo cajón, y los relojes en toda la estación sincronizando mi vida con la de todos los demás, una verdadera novedad, el viaje toda una aventura.
5) Bueno, nos dieron los boarding passes y salimos tiradas a pasar por el sistema de seguridad y abordar el siguiente vuelo, cuando nos detuvo un oficial. Resulta que nos faltaba un sello en el boarding pass mostrando que ya habíamos pagado impuestos. Buro-fuckin-cracia.
6) Seguimos a un gringote que tenía el mismo problema. El suertudo pudo cortar la gran fila para que le dieran el sello. Nosotras tratamos (faltaban 10 minutos para que saliera el vuelo a Rio), pero el idiota del escritorio no nos permitió cortar la fila y de paso, todos los que estaban haciéndola reclamaron. Tuve un momento ugly American – o sea, un momento en el que padecí la alucinación de el mundo es mi club privado y que si las cosas no van de la forma esperada (eficiente, rápida, cómoda), es problema de los que deben atenderme. Muy gringa yo, me enojé en inglés: “This is fucking stupid.” Al instante me ubiqué. Mi hermana, más tranquila, se alegró de poder ir al baño antes de abordar el siguiente vuelo.
7) Milagrosamente, pasamos por seguridad rápidamente y volamos para el portón indicado. No encontramos un alma y por los cristales vimos la pista ... vacía. Una trabajadora de Varig se acercó, vio nuestros documentos y llamó por su walkie talkie. Yo pensé que estaban parando el vuelo – ahora sí, dije yo, esto es de película – pero fue para que nos dejaran pasar al próximo vuelo.
8) Llegamos, por fin, a Rio de Janeiro. En el aeropuerto compramos una tarjeta de llamadas (cartão) por $50, que supuestamente nos iba a permitir hacer un par de horas de llamadas locales e internacionales. El bendito cartão nos sirvió una vez solamente: para llamar al taxista que nos llevó.
Dos noches después – cuando quisimos usar el cartão de nuevo y una grabación en portugués nos decía que los fondos estaban agotados – María y yo llegamos a la conclusión de que en la oficina que nos vendió el cartão, apuntaron el código al “explicarnos” como usarlo. Una estafa elemental, mi querido Watson, no muy high-tech que digamos.
Y ahí murió mi decimonónico sueño de la aventura en la estación de tren inglesa: estábamos en Rio de Janeiro, Brasil, un viernes 7 de julio a las 9:30 de la mañana.
7.06.2006
vagancia
7.03.2006
the luckiest girl in the planet (or, happy birthday to me)
-But ... say something!
-I can’t!
-Why not?
-I can’t ... I’m gonna say the wrong thing.
-Why?
-I love you.
Happy birthday to me, when someone as beautiful as you wanted to show up at my door at 12:03 in the morning, to hold my hand and wish me well.
-I can’t!
-Why not?
-I can’t ... I’m gonna say the wrong thing.
-Why?
-I love you.
Happy birthday to me, when someone as beautiful as you wanted to show up at my door at 12:03 in the morning, to hold my hand and wish me well.
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