3.28.2007

roces suburbanos

Sonaba Patricia Manterola y algo de cuarenta grados de temperatura, con ese movimiento eres una tortura, y yo asociaba esa canción con un mundial de fútbol, pero no recordaba qué año era ni dónde estaba yo. Recordaba el video musical como frívolo pero sexy, como todo lo latino al pasar por el departamento de marketing se vuelve sexy. Con días asediada por deseos vagos, fantasías ajenas y propias y ganas de exhibirme al sol, era fácil transportarme a ese mundo de video musical con sus traseros perfectos y abdómenes de celuloide desbordando los gustos exquisitos por los que encauzo mi vida diaria.
Corría en la penumbre miamense, al lado de una calle poco transitada. Más bien caminaba, pues ya había terminado la parte más fuerte de mi rutina en el campo de golf, bajo una caída de sol espectacular. Del otro lado de la calle pasó una joven esbelta. Iba muy erguida y llevaba un terrier blanco de paseo. Vestía de jeans y blusa blanca sin mangas, y llevaba una bufanda de seda negra con lunares blancos que, muy ajustada al cuello, le daba aspecto de aeromoza en una tarjeta postal de los cincuentas. Tomé nota del look, simpático y elegante para Miami.
Para mi ritual de culto al cuerpo me motiva la idea de una fiesta movidísima, asi que caminaba a prisa, dejándome llevar por los pulsos ruidosos de mi iPod, imaginándome al galán apetitoso que me apretaba con sus movimientos y era una tortura cuando noté, un poco adelante en mi camino y a mi izquierda, a un espécimen bastante formidable del género masculino.
Tenía los hombros anchos y los brazos musculosos, el torso realzado por el color muy blanco de su piel y de su camiseta deportiva, también blanca y sin mangas, que despuntaba en la sombra de esa hora. Estaba de pié en lo que sería su patio (que en la Florida suburbana viene a ser la franja de césped que divide casa de calle), supongo que viendo gente pasar, igual que yo. Lo separaba de la acera una cerca no muy alta, de barras negras. No vi su cara, pero algo en su figura me recordó al hermano menor de una amiga que muchos, muchos años después de haber sido mi compañero en el colegio me confesó, en un bar en Managua donde me lo encontré de casualidad, que siempre había sido admirador mío. En el colegio me había parecido mucho menor que yo, pero creo que siempre tuve la curiosidad de besarlo y hoy no recuerdo si esa noche (en la que ya no éramos ni chiquillos ni compañeros) lo besé o no.
Seguía la Pati con que el ritmo no pare, no pare, no, y yo mentalmente me frotaba contra el cuerpazo de mi compañero de baile imaginario, cuando pasé al lado del hombre del patio y noté su postura, parado a medio perfil y moviendo su brazo rígido como un hombre. Y la naturalidad con que pensé que hacía algo de hombres me hizo echarle otro vistazo, de arriba a abajo esta vez, porque ahí supe (al ver su expresión compungida de gusto) lo que pasaba con el movimiento rítmico de ese brazo y por primera vez, de las muchas que he pillado a un masturbador público, entendí a tiempo de tener la delirante revelación de que si yo quería, podía convertir su violación en un juego a mi favor; de que, si yo quería, podia elegir ser partícipe. Pero todo pasó en cuestión de segundos y el ritmo de mi marcha no paró y cuando entendí todo, él ya estaba a mis espaldas, ya estremecido, quizás; perdido para siempre en una tarde de un día laboral cualquiera que moría. Debí haber detenido mi marcha un segundo o echarme un milímetro hacia atrás cuando entendí, no sé; en todo caso, quise haberme detenido un poco y admirarlo.
Sí, admirarlo: verlo una vez más, detenidamente, un segundo más y con malicia. Liberarlo con el fácil don de la mirada. ¿Qué me costaba? Liberarme con lo que hubiese aprendido yo al ver. Me invadió una ola de complicidad seguida de un miedo indecible. Empecé a correr. Pero sabía que no me iba a seguir. Que su placer consiste, justamente, en esperar. A media cuadra, una señora paseaba con un terrier blanco y una niña balbuceante de vestidito rojo.

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